--¿Ni del cilicio de que os habla el billete que habéis encontrado
en vuestro pan?
El preso se estremeció.
--¿Ni del sacerdote de la boca del cual debéis oír una
revelación importante? --prosiguió Aramis.
--En este caso ya es distinto --dijo el joven dejándose caer nuevamente
sobre su almohada.
Aramis miró con más atención al preso y quedó asombrado
al ver aquel aire de majestad sencillo y des-
embarazado que no se adquiere nunca si Dios no lo infunde en la sangre o en
el corazón.
--Sentaos, caballero --dijo el preso.
--¿Qué tal encontráis la Bastilla? --preguntó Herblay
inclinándose y después de haber obedecido.
--Muy bien.
--¿Padecéis?
--No.
--¿Deseáis algo?
--Nada
--¿Ni la libertad?
--¿A qué llamáis libertad? --preguntó el preso con
acento de quien se prepara a una lucha.
--Doy el nombre de libertad a las flores, al aire, a la luz, a las estrellas,
a la dicha de ir adonde os con-
duzcan vuestras nerviosas piernas de veinte años.
--Mirad --respondió el joven dejando vagar por sus labios una sonrisa
que tanto podía ser de resigna-
ción como de desdén, --en ese vaso del Japón tengo dos
lindísimas rosas, tomadas en capullo ayer tarde en
el jardín del gobernador; esta mañana han abierto en mi presencia
su encendido cáliz, y por cada pliegue de
sus hojas han dado salida al tesoro de su aroma, que ha embalsamado la estancia.
Mirad esas dos rosas: son
las flores más hermosas ¿Porqué he de desear yo otras flores
cuando poseo las más incomparables?
Aramis miró con sorpresa al joven.
--Si las flores son la libertad, --continuó con voz triste el cautivo,
--gozo de ella, pues poseo las flores.
--Pero ¿y el aire? --exclamó Herblay, --¿el aire tan necesario
a la vida?
--Acercaos a la ventana, --prosiguió el preso; --está abierta.
Entre el cielo y la tierra, el viento agita sus
torbellinos de nieve, de fuego, de tibios vapores o de brisas suaves. El aire
que entra por esa ventana me
acaricia el rostro cuando, subido yo a ese sillón, sentado en su respaldo
y con el brazo en torno del barrote
que me sostiene, me figuro que nado en el vacío.
--¿Y la luz? --preguntó Aramis, cuya frente iba nublándose.
--Gozo de otra mejor, --continuó; el preso; --gozo del sol, amigo que
viene a visitarme todos los días
sin permiso del gobernador, sin la compasión del carcelero. Entra por
la ventana, traza en mi cuarto un
grande y largo paralelogramo que parte de aquélla y llega hasta el fleco
de las colgaduras de mi cama.
Aquel paralelogramo se agranda desde las diez de la mañana hasta mediodía,
y mengua de una a tres, len-
tamente como si le pesara apartarse de mí tanto cuanto se apresura en
venir a verme. Al desaparecer su úl-
timo rayo, he gozado de su presencia cuatro horas. ¿Por ventura no me
basta eso? Me han dicho que hay
desventurados que excavan canteras y obreros que trabajan en las minas, que
nunca ven el sol.
Aramis se enjugó la frente.
--Respecto de las estrellas, tan gratas a la mirada, --continuó el joven,
--aparte el brillo y la magnitud,
todas se parecen. Y aun en ese punto salgo favorecido; porque de no haber encendido
vos esa bujía, podíais
haber visto lo hermosa estrella que veía yo desde mi cama antes de llegar
vos, y de la cual me acariciaba
los ojos la irradiación.
Aramis, envuelto en la amarga oleada de siniestra filosofía que forma
la religión del cautiverio, bajó la
cabeza.
--Eso en cuanto a las flores, al aire, a la luz y a las estrellas, --prosiguió
el joven con la misma tranqui-
lidad. --Respecto del andar, cuando hace buen tiempo me paseo todo el día
por el jardín del gobernador,
por este aposento si llueve, al fresco si hace calor, y si hace frío,
lo hago al amor de la lumbre de mi chime-
nea. --Y con expresión no exenta de amargura, el preso añadió:
--Creedme, caballero, los hombres han
hecho por mí cuanto puede esperar y anhelar un hombre.
--Admito en cuanto a los hombres, --replicó Aramis levantando la cabeza;
--pero creo que os olvidáis
de Dios.
--En efecto, me he olvidado de Dios, --repuso con la mayor calma el joven; --pero
¿por qué me decís
eso? ¿A qué hablar de Dios a los cautivos?
Aramis miró de frente a aquel joven extraordinario, que a la resignación
del mártir añadía la sonrisa del
ateo, y dijo con acento de reproche.
--¿Por ventura no está Dios presente en todo?
--Al fin de todo, --arguyó con firmeza el preso.
--Concedido, --repuso Aramis: --pero volvamos al punto de partida.
--Eso pido.
--Soy vuestro confesor.
--Ya lo sé.
--Así pues, como penitente mío, debéis decirme la verdad.